La sierra Madre Oriental
[“Fosa de nacientes
vendavales…”]
Las nubes eran arrancadas lentamente de sus cimas, con
estertores sordos para el mundo, ella contemplaba su lentitud y anhelaba poder
estar más cerca y escucharlas como antes. Era una mañana fresca de octubre y
pensaba en los sweateres que debía sacar y que, seguramente olerían ha guardado dado que tenían ya meses en el
clóset en sendas bolsas que nunca terminaban de acomodarse en ese minúsculo
sitio.
La noche anterior tosió demasiado. Sabía que algo estaba mal
con ella pero no sabía que era. Llevaba más de año y medio tosiendo sin poder
parar y ahora todo empezaba. Era como un resfriado que tuviese un año y medio
esperando a arrancar y por fin se había dado la licencia de hacerlo. Ella
maldijo que lo hiciera justo ahora que el estrés y la necesidad de seguir sin
parar la estaban matando.
Olvidó su almuerzo. Lo dejó sobre la mesa del ¿comedor? ¿era
eso lo que tenía o solo una mesa plegable de plástico? “Comedor” a falta de
mejor término acordó consigo misma.
Estaba exhausta, exhausta de escuchar a la gente gritar y cuando eso
sucedía ella se iba, viajaba en su mente lejos y desaparecía viendo un punto
fijo en la pared, era como si pudiese ver a un pequeño punto y atravesar capas
de pintura y cemento, de yeso y el aire, y alejarse, ir a un lugar no determinado
pero donde nadie hablaba a gritos. Toda su vida había odiado a la gente que
hablaba a gritos. Toda su familia hablaba así. Parloteo constante. Migraña
garantizada.
Y así se iba, a la hora del almuerzo mientras todos
parloteaban en la mesa del comedor de la oficina ella miraba la pintura beige y
se imaginaba atravesándola capa por capa a nivel molecular y se alejaba,
desaparecía.
Pero esa mañana no podía desaparecer, se sacudía suavemente
en el interior del carro. “Ya le faltan amortiguadores”, pensó. Como muchas
otras mañanas fingió ir dormida para evitar el silencio incómodo que poco a
poco se apoderaba de sus mañanas de viaje al trabajo. Sin embargo el cansancio
existía, es si era real.
Estaba exhausta. Esa es la palabra. Exhauuuusta. Así con una
exhalación profunda. Estertónica, lenta. Anhelaba su cama sin preocupaciones.
Anhelaba, sus calcetines calientitos y mullidos sobre sus pies cubiertos de
talco. Pero sobre todo anhelaba andar por el mundo sin esa sensación de
hartazgo por la vida que la acompañaba desde hace tiempo.
-
¿Qué dijiste? Te juro que cuando hablas así no
te entiendo nada, ya te lo he dicho, habla fuerte. – Le dijo él recriminando
nuevamente su bajo tono de voz.
Pero ella en verdad estaba harta de hablar gritando.
“Golpeado” dicen en el norte, pero son gritos nada más. Pero sobre todo estaba
harta de “hablar fuerte” y que comoquiera, jamás la escucharan.
Como los tres días seguidos que en voz alta le dijo “Aquí
está la chamarra de la niña, es un pants completo para ella. No lo guardo en el
cajón, lo dejo aquí para que sepas y lo veas y se lo pongas cuando sea
necesario. Trae esta chamarra para las mañanas frescas. AQUÍ te lo dejo”, dijo
poniéndolo en la barandilla de la cuna.
Esta mañana, ya en el carro, a punto de arrancar tarde
(¿acaso había otra forma de llegar a algún lado que no fuese “tarde”?) para el trabajo, él le preguntó “¿No le
trajiste una chamarra a la niña?” y ella recordó las tres veces que fuerte, en
voz alta, claro y conciso le había dicho tomando la chamarra en sus manos y
poniéndola en la barandilla para que él pudiera verla que ahí había una
chamarra para la niña. Pero él no la escuchó.
Bajó del carro, abrió la puerta de la casa y fue por la
chamarra, por la misma chamarra que tres veces en voz fuerte y clara le había
dicho dónde estaba.
Hablar fuerte no servía de nada. No importaba cuánto
gritaras. Esa era la realidad. Si gritas en medio del océano nadie te escucha,
solo los peces sentirán tus vibraciones pero no sabrán qué hacer con esto.
Ella supuso que era por ese mismo motivo que nadie escuchaba
el grito de las nubes mientras soltaban sus dedos aferrados a las cimas de las
montañas, aterrorizadas, dolientes, anhelantes de hogar para quedarse. Su grito
era estruendoso como el de quien se suelta para caer a un precipicio que jamás
termina.
martes, 22 de octubre
de 2019, 8:51 a.m.