Whatever
happens we leave it all to chance, another heartache, another failed romance…
On and on, does anybody know what we are living for?
Not a fairy tale.
Esta es una carta que deseaba escribirle a mi madre. Deseaba
contarte en ella que, de una forma u otra, ya me había vuelto un adulto. Muy a
pesar de mis constantes infantilismos, de mis actitudes de niña y mi afán por
ver caricaturas, ya me había convertido en un adulto.
No sólo pago mis deudas y soy responsable por mis actos
buenos o malos, sino que también he dado el último paso en umbral de la adultez:
he renunciado a los cuentos de hadas.
Recuerdo a Peter Pan y a Campanita y como esa sencilla frase,
“yo no creo en las hadas”, dicha en voz alta era capaz de matar a un hada en algún
lado.
Bueno, he llegado al punto de creer lo increíble en mi vida
adulta y esto es que el día de hoy me voy a parar en la orilla del mundo y diré
en voz alta dicha frase renunciando así a mi infancia.
Recuerdo el título de un libro de Arthur C. Clarke “El fin de la infancia”. Si bien el tema no está
relacionado con esta carta, el título ha hecho eco en mi de tal forma que aún
hoy, 15 años después, viene a mi menta con suma facilidad.
En esta carta deseo contar a mi madre como por fin entendí lo
que es ser adulto en todos los sentidos, más allá de pagar las cuentas y darle
de comer al gato, entendí por fin que las películas son películas, los libros
libros y los cuentos son metáforas.
Recordando mi primera experiencia sexual que no fue mala pero
tampoco fue algo extraordinario reflexioné en que cada uno de mis encuentros
sexuales tienen o han tenido el mismo matiz en el cual las cosas no son como en
las películas; están más rodeados de una tristeza y de un abandono que de una
esperanza y futuro; me hablan más de decadencia y muerte que de amor, y de
vacío más que de realización.
Deseaba contarle que se
que el protagonista de la historia no siempre llega al aeropuerto a detener el
avión en el que partirá el amor de su vida. Que estoy consciente, plenamente
consciente, que en el mundo real el avión despega llevando consigo a todos
aquellos que compraron un pasaje para viajar en él y que el protagonista no lo
alcanza ni lo detiene. Es más, deseaba decirle que se, con plena y absoluta certeza,
que en realidad el protagonista nunca fue al aeropuerto. Que si no llegó a
detener a su amada no fue porque el tráfico se lo impidiera, porque tuviera un
accidente en el camino o porque el de la entrada no lo dejara pasar, sino que
sencillamente no fue a buscarla.
Aquí pasa una de dos cosas, que en realidad sólo es una y es
la misma.
La primera es que el protagonista muy seguramente está sentado
en algún escritorio frente a alguna computadora tragándose el coraje, la rabia,
la tristeza y las ganas de correr a decirle “no te vayas, no se ha acabado”,
ahogándose en su miseria, consumido por el miedo y el orgullo, el rencor por lo
que salió mal o por mas heridas pasadas, fingiendo que trabaja frente al
monitor vacío de todo, mismo que seguirá viendo
por el resto de sus días con la misma sensación de vacío.
La segunda cosa que puede estar sucediendo es exactamente lo
mismo de arriba, sólo que omitiendo todos los sentimientos.
El protagonista muy seguramente está sentado en algún escritorio
frente a alguna computadora tragándose el coraje, la rabia, la tristeza y las
ganas de correr a decirle “no te vayas, no se ha acabado”, ahogándose en su
miseria, consumido por el miedo y el orgullo, el rencor por lo que salió mal o
por mas heridas pasadas, fingiendo que trabaja frente al monitor vacío de todo,
mismo que seguirá viendo por el resto de sus días con la misma sensación de
vacío. Indiferente porque en el fondo no importa, o ya no importa o quizás,
nunca importó.
En ambos casos pasa lo mismo: sigue viviendo porque la vida
sigue.
Deseaba contarle a mi madre que así eran las cosas, que ya lo
había entendido y que a estas alturas del partido, ya no tengo esperanzas de que
esto cambie.
Que en el mundo real la ayuda no llega a tiempo o en el
último segundo para salvar el día. Deseaba decirle que hay genios que mueren en
la oscuridad y en silencio y que hay a quienes no les importa un bledo. Y que
hay gritos desesperados de auxilio que jamás son escuchados.
Que entender eso es ser adulto. Que entenderlo, saberlo y
aceptarlo, es ser adulto. Que seguir adelante sabiendo todo eso es ser adulto.
Y entonces me di cuenta de dos cosas. La primera es que jamás
podría entregarle esta carta a mi madre porque la niña que aún vive en ella,
esa que siendo niña y madre al mismo tiempo desea en su corazón que su hija
tenga toda la felicidad del mundo estará destrozada de saber que por fin lo
entendí y, a pesar de todo, no deseo arrancarle esa parte de alma a ella. No
cuando teniendo 60 años aún conserva eso.
También soy consciente que ella poco a poco se ha dado cuenta
de cómo el deterioro en mi es mayor y como poco a poco pierdo pedazos de lo que
era y se quedan en el camino. Pero ninguna de las dos hablamos de eso.
Sería como esa vez que le dije que yo sabía que el bebé de mi
prima moriría desde que estaba en gestación. Cuando le conté que una voz me lo
dijo y que lo supe y que cargaba con eso desde meses atrás. Recuerdo su mirada,
jamás la olvidaré. Algo se rompió dentro de ella. Hasta la fecha me odio a mi
misma por haber sido yo quien hizo eso.
Contarlo entonces, hablar de esto, decirlo en voz alta sería
como matar a un hada y escucharla perder el aliento frágil y después el “¡pum!”
de su cuerpo al golpear el suelo. Muerta, inerte, sin vida, irreversible.
Atroz.
La segunda cosa de la que me di cuenta es la siguiente; mientras
redacto esta carta mentalmente en el taxi que me lleva rumbo el trabajo pienso
en como se lo diré y decido no decírselo nunca así sus hadas pueden seguir
viviendo aunque las mías inunden el suelo como cadáveres en procesos de
descomposición, con sus alas secándose como las de las moscas y perdiendo su
esplendor. Ella se merece algo mejor que eso.
Y es justo cuando llego al trabajo que sucede. Checo tarjeta,
enciendo la computadora y debo volver a la oficina principal en donde al salir
por segunda vez, veo de reojo el reloj para checar la hora: 11:11 y mi pensamiento
automáticamente salta pidiendo un deseo “que él vuelva”.
Y algo en mi se remonta en el lomo de un murciélago mientras
este alza el vuelo.*
Y mientras escribo en un papel esa vieja frase para acabar
con las hadas, para poder cargarla en mi bolsillo y jamás olvidar que soy
adulto. Dentro de mí una sucesión de dos voces dicen al unísono encontradas:
no creo en las hadas no creo en las hadas no creo
en las hadas no creo en las hadas
11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11
11:11 11:11 11:11 11:11 11:11
no creo en las hadas no creo en las hadas no creo
en las hadas no creo en las hadas
11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11
no creo en las hadas no creo en las hadas no creo
en las hadas no creo en las hadas
11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11 11:11
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no creo en las hadas no creo en las hadas no creo
en las hadas no creo en las hadas
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*De las hojas de vivos colores
Chupo el jugo que liba la abeja
Cuando el búho su canto oír deja
Me recojo a dormir entre flores.
A la hora en que el sol desaparece
Cabalgaré montado en un murciélago
Ya libre voy a ser mi alma crece
Al sondear del porvenir el piélago.
Pasaje sobre
la Ariel en “La Tempestad”
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