Cuando su depresión estaba en su peor momento, mi pareja,
Joe, despertaba en la mañana envuelto en una niebla tan palpable que su
presencia a veces hacía que me despertara, como si hubiera olido algo que se
estaba quemando.
Durante los primeros años de nuestra relación, a menudo
deseé que despertara con un alegre “¡Buenos días!” y un beso, en vez de
levantarse de la cama e ir tambaleándose como zombi hacia donde está el café.
Terminé por entender que quedarme acostada en la cama
mientras tenía fantasías acerca de un Joe sin depresión era una idea terrible.
Hacía que estuviera de mal humor, y entonces los dos teníamos un mal día.
Así que de la manera más alegre posible, me ponía una bata y
botas de hule, y salía para recoger los delicados huevos azules de las gallinas
mapuches de nuestro compañero de hogar.
Conforme me acercaba, el piso del gallinero se animaba con
un remolino crujiente de paja y pelo mientras un montón de ratas regresaban a
su nido detrás del bote de abono. El lugar estaba infestado de ratas y desear
que se fueran era igual de inútil que el anhelo de que Joe dejara de estar
deprimido.
“Necesitamos un gato”, le decía casi todas las mañanas
mientras ponía los huevos en una canasta sobre el mostrador de la cocina. Era
muy insistente y explicaba que, aun si no se convertía en cazador de ratas,
tener un gato en la casa detendría las infestaciones.
Joe no estaba seguro de tener un gato. Siempre se mostraba
escéptico de las ideas aparentemente impulsivas… se tardaba en aceptar cosas
nuevas; era lento para los cambios.
“¿Has pensado en por qué quieres un gato?”, me preguntó una
tarde.
“¿A qué te refieres con por qué?”. Eso me ofendía. Parecía
sugerir que, más allá de las ratas, podría tener razones dañinas para querer un
gato. “¿Por qué las personas quieren un gato? Es un gato”.
“Solo me parece que requerirá mucha energía de nuestra
parte”, dijo.
Joe y yo estábamos cerca de cumplir tres años de relación,
el punto en el que muchas parejas que han estado en una relación larga
terminan, según lo había demostrado un estudio (“La comezón del séptimo año
ahora es la cosquilla de los tres años”, señalaba un artículo).
Su depresión llegaba en ciclos frecuentes y a menudo se
quedaba días. Si traía a casa durante esos días un bote de helado de chocolate
con menta (el favorito de Joe), él no se daba cuenta o ni siquiera se lo comía.
No, él no quería ir al cine o a bailar ni tener sexo.
Cualquier propuesta, incluso con mi cuerpo, desaparecía en un agujero negro, lo
cual me hacía parecer inútil y patética. Aprendí que la mejor manera de amar a
Joe durante esos momentos era dejarlo en paz.
“La depresión no se puede curar”, me dijo Joe una vez. “Tan
solo puedes aprender a vivir con ella”.
Aprendí a vivir con ella; comencé a comprar mi propio sabor
preferido de helado en vez del suyo. Cuando finalmente atravesé Portland en
auto y llegué a la Oregon Humane Society un día de agosto, lo hice en secreto,
de manera rebelde y por mis propias razones ilógicas.
Había sido una semana especialmente difícil. Mi estrategia
cuidadosamente planeada para amar a un hombre deprimido era ayudarme en vez de
intentar ayudarlo. “Y hoy”, pensé mientras me acomodaba en el estacionamiento
de la Humane Society, “vengo por un gatito”.
Cuando Joe llegó a casa esa noche, el gatito —que tan solo
era una bolita de pelaje rayado— salió de debajo de la cama. Respiré profundo,
lista para defender mi decisión.
Pero después vi sus ojos verdes y traviesos que miraban los
suyos, tristes y hermosos; parecía que había fuegos artificiales y unicornios
que saltaban junto a la aurora boreal que aparecía entre los dos. El gatito
intentó correr, echarse y saltar al mismo tiempo, pero se tropezó con sus
patas, y creo que en ese momento los ojos de Joe se pusieron blancos y en lugar
de pupilas aparecieron en ellos dos corazones rosas y brillantes.
Cuando despertó a la mañana siguiente, las primeras palabras
que pronunció Joe fueron: “¿Dónde está el gatito?”. Y el primer acto del
gatito, cuando escuchó su voz, fue escalar por el edredón y saltarle a la cara.
Ese mismo verano, Joe reunió la energía para hacer grandes
cambios en su vida: dejó de fumar y probó con Wellbutrin, como se lo había
sugerido su terapeuta, un antidepresivo que también se prescribe comúnmente
como ayuda para dejar de fumar.
Resultó que Sadie era una maravillosa cazadora de ratas.
Cuando creció lo suficiente para cazar, acabó con todos los roedores en los
rincones del vecindario, y nos traía algún animal chillante y de ojos
brillantes casi cada noche.
Rápidamente se volvió claro que Sadie le traía presas vivas
a Joe. Sin importar la hora, él salía de la cama para recibirla, encendía las
luces y le hacía elogios.
Ella soltaba a su presa para jugar con ella, y nosotros
veíamos cómo el ratón o la rata salían disparados tras un mueble o debajo de la
cama. Después Joe sacaba unas viejas pinzas para ensalada, y él y Sadie se
ponían a cazar juntos.
Yo me quedaba en la cama, viendo felizmente cómo mi amante
delgado, somnoliento y desnudo se escabullía para arrinconar a un roedor bajo
la luz difusa de las tres de la mañana. Lo veía tropezar, reír y murmurarle
cosas a Sadie, quien le respondía maullando y lo seguía acariciándole los
tobillos con el hocico.
A lo largo de los últimos cuatro años, la frase matutina
“¿Dónde está el gatito?” se convirtió en “Buenos días, Peanut”, junto con un
beso en mi mejilla. A veces incluso me abraza antes de ir por el café.
Joe aún tiene malos días, pero incluso en los peores, cuando
la nube gris parece posarse sobre él y yo me preparo para quedarme en mi rincón
de la casa, Sadie se pasea por el cuarto, abriéndose paso como jabón a través
de la grasa, como luz a través de la neblina.
“Ah, ¡Sadie! Ven aquí, bolita de pelos”, grita Joe. “¿Qué
estás haciendo? ¿Cómo te fue en la escuela? ¿Los abusivos te molestaron?”.
Después se ríe de su propio chiste y la carga como bebé, para después voltearla
y enseñármela.
“Mira a Sadie”, dice, levantándole el pelo entre las orejas
para que se levante como un gato mohicano. “¿Estás ronroneando, cara de pez?
¿Estás ronroneando?”. Se la pone en la oreja como una caja musical. “Está
ronroneando”, me dice radiante.
Cuando le pregunto a Joe si Sadie curó su depresión, pone
cara de preocupación.
“Claro que no”, dice. “Recuerda que la depresión no se puede
curar”.
“Lo sé”, le digo. “Solo puedes aprender a vivir con ella”.
Como cuando salen a cazar ratas en la madrugada, el
bienestar de Joe es un esfuerzo conjunto. Aunque Sadie ayuda, Joe es quien
finalmente atrapa la cola de la rata con las pinzas y la lleva, colgando de
ellas, a la puerta. Pero Sadie a veces ayuda tanto que es difícil distinguir
dónde terminan nuestras decisiones y dónde comienza su existencia.
A la primera señal de desánimo por parte de Joe, voy por
Sadie y se la pongo en el cuerpo, como un ungüento. Incluso durante las peores
peleas, uno de nosotros termina por tomar a Sadie y acercarse al otro
casualmente, jugando con ella para que se contonee y haga tiernos bizcos con
sus ojos verdes.
Cuando estamos demasiado enojados como para tener contacto
físico, acariciamos a Sadie, y terminamos en medio de la habitación, como dos
países en guerra que se aferran al puente que nos une a través del mar que nos
separa, y enviamos en silencio a los primeros embajadores de la tregua: los
dedos que se encuentran entre el pelo de Sadie.
Una tarde del otoño pasado, Sadie trajo un gorrión muerto.
Hay un regusto de tragedia cuando se ve un ave atrapada por un gato; lo que
solía ser impredecible y volaba con el viento se reduce a un montón de seda que
está sobre el piso de la cocina, como un sacrificio.
Una vez que Sadie estuvo segura de que Joe y yo habíamos
visto su ofrenda, se lo comió todo: las garras, el pico, los huesos y hasta la
última pluma. Le tomó menos de un minuto. Para cuando nos acostumbramos a la
idea de verla comer un ave, ya se la había comido y se había ido de la
habitación, dejando unas gotas de sangre sobre el azulejo.
Sadie es nuestra felicidad, elusiva e impura. Nuestra
felicidad hace muecas y se lame la sangre de la barbilla. Nuestra felicidad
solo se acurruca cuando se le antoja y, dado que es un felino, esas ocasiones
pueden ser pocas y distantes.
Pero por lo menos vive en nuestra casa ahora. El sol de la
mañana sobre el cabello negro de Joe, los tres enredados en las sábanas,
navegando por la cama como un bote desvencijado; si los últimos días son
indicación de algo, este será otro muy buen día.
Hannah Louise Poston es estudiante de Maestría en poesía en
el Helen Zell Writers’ Program en la Universidad de Michigan.
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