29/11/2010
Cosas Invisibles.
El sábado pasado me reuní con algunas amigas en el centro de
la ciudad. Quedamos de vernos como siempre en un punto estratégico. Soy una
persona impuntual y, aunque no estoy orgullosa de decirlo, acepto eso como uno
de mis muchos defectos y al parecer quienes me conocen han aprendido a
aceptarlo (por eso me citas siempre 1 hora antes de lo planeado), pero esta vez
fui la primera en llegar. Supongo que las cosas pasan por una razón.
El sábado llegué antes que nadie para mi sorpresa y poco
tardé en descubrir la razón de mi
puntualidad.
Parada frente a un aparador de vestidos de novia contemplaba
a la gente pasar, todos con las prisas naturales de la temporada y con la prisa
innata de quien vive en un lugar como Monterrey. Zapatos, gorros, ropa diversa,
bolsas de compra eran llevadas de un lado a otro por transeúntes esquivos. A mi
derecha un anciano sentado sobre un cajón de tomates exhibía la mercancía que
vendía: cigarros, chicles y caramelos.
El frío era fuerte y calaba más por estar ambos en la
sombra. Mientras caminaba impaciente de un lado a otro noté que una chica se
acercaba. Portaba una camisa polo con el logotipo de una empresa que no
reconocí, saludó al anciano por su nombre y él le respondió con una sonrisa
desdentada. Tras intercambiar unas cuantas frases sobre el día y el clima ella
le preguntó “¿ya comió?”. Y él le dijo que no, que no había dinero, sacudiendo
una bolsita que, supongo era para monedas, completamente vacía. Sin despedirse ella se retiró y volvió poco
después, se sentó al lado del anciano en el suelo y abrió uno de esos
recipientes para portar comida en viandas. “Ándele, coma”, le dijo, y él le
dijo que no, que ese era el lonche de ella.
“N’ombre, mire, yo almorcé en mi
casa. Coma usted, está calientito”, le respondió la muchacha de buena gana.
Juntos, conmigo como testigo silencioso, degustaron una
comida calientita en el frío.
Aún no se que sentí después de eso. Vergüenza, esperanza,
angustia, felicidad, orgullo ajeno e inmerecido, y un sinfín de cosas que aún
no se explicar pero que se traducen en un escozor en la garganta, como un nudo,
pero diferente.
Me avergonzó el no darme cuenta de que esas cosas pasan
frente a mis ojos y no hago nada para
cambiarlas ni nada para mostrarlas al mundo. Supongo que por eso, escribo esto
ahora. Quiero que todos ustedes sepan y que le digan a los demás, que mientras
pasamos la mayor parte de nuestras vidas corriendo, planeando y gastando sin
mirar a los lados hay personas que se detienen a hacer algo más que lo que yo
hice ese día: se detienen a compartir su existencia con alguien que normalmente
es ignorado y que al igual que todos tiene necesidades de comida, calor y sobre
todo de compañía y saber que alguien en este mundo se acuerda de él.
No tengo idea de quien era esa muchacha pero mi pensamiento
no se aleja de ella, de lo que hizo, y del anciano que sonreía y platicaba
alegre mientras se comía su taco calientito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario