04/05/2011
¿Te has preguntado como se crean los recuerdos y que es lo que los hace especiales como para que estos, sin razón aparente se queden en nosotros? No me refiero a aquellos de días o eventos especiales sino a esos que son insignificantes y que el cerebro probablemente no sepa porque los conserva o porqué tomó esa fotografía mental de ese momento.
¿Te has preguntado como se crean los recuerdos y que es lo que los hace especiales como para que estos, sin razón aparente se queden en nosotros? No me refiero a aquellos de días o eventos especiales sino a esos que son insignificantes y que el cerebro probablemente no sepa porque los conserva o porqué tomó esa fotografía mental de ese momento.
Hace días de la nada llegó a mí un recuerdo. Iba a meterme a bañar
y vi el piso. No sé que lo activó o lo detonó en mi mente, pero despertó una
parte que estaba dormida. Esto me entristeció y al mismo tiempo me hizo feliz.
Durante mis años de estudio coincidí con una chica risueña llamada
América. Su padre la había bautizado así
por el equipo de futbol. Ella se quería
llamar Violeta.
Salía un día con un chico y otro día con otro. Conocíamos a sus
múltiples ligues como “el peruano”, “el taxista”, “el camarero de hotel”, “el
vecinito”, “Pépe a secas” y así un sinfín de nombres que usaba para designar a
cada galán en turno.
No se limitaba y a todos quería.
Esos días se acercaba el verano, el calor se levantaba y el viento
estaba loco. Caminábamos por todo el estacionamiento de ciudad universitaria
desde el departamento de posgrado hasta la parada del camión todos los días a
eso de la 1 de la tarde.
Uno de esos días el viento se volvió loco y arrojaba hojas en todas
direcciones y nuestro cabello terminó como si un rayo nos hubiera caído.
Mientras caminábamos todas las mujeres del grupo juntas
platicábamos sobre como ella se divertía. No recuerdo cual fue el comentario
pero en un momento alguna estupidez nos arrancó una carcajada a todas. Entonces
yo, que iba atrás de todo el grupo, me
detuve por algo en mi zapato, me agaché y cuando levanté la vista frente a mi
estaba América volteada riendo a carcajadas. Pude verla desde la punta de los
dedos hasta el cabello que serpenteaba en el aire como si serpientes hubiera en
su cabeza. Y ella reía y reía de todo el asunto. La broma, el cabello, las
hojas que se nos metían en el escote y en la boca…
Supe en ese momento que ese era un recuerdo importante, pero no
supe porque. Años después sin explicación alguna América entró en coma y una
semana después murió. Tenía poco tiempo de haber dado a luz a su primera y
única hija.
Pensé en los días posteriores en como era posible que de todos los
recuerdos de ella fuera es el más fuerte, supe porque de todas las estampas esa
era la más valiosa, la que conservaba su esencia alegre y de una forma que aún
no logro arrancarme, maldije no poder sacar esa memoria de mi mente y poder
colocarla en la de esa niña que no tendrá ningún recuerdo de ella.
Un día, al platicar con América echadas en el lobby de la escuela
(cuando aun se permitía a uno dormirse en el lobby) hablábamos de la utopía de
encontrar la felicidad. De cómo sería grandioso ir a una tienda y comprar
felicidad en una botella. De ahí salió este cuento.
Su felicidad, nacía no solo de esa botella sino de “su patito” como
le decía a su bebé antes de nacer.
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