martes, 22 de octubre de 2019

La sierra Madre Oriental


La sierra Madre Oriental

[“Fosa de nacientes vendavales…”]

Las nubes eran arrancadas lentamente de sus cimas, con estertores sordos para el mundo, ella contemplaba su lentitud y anhelaba poder estar más cerca y escucharlas como antes. Era una mañana fresca de octubre y pensaba en los sweateres que debía sacar y que, seguramente olerían ha guardado dado que tenían ya meses en el clóset en sendas bolsas que nunca terminaban de acomodarse en ese minúsculo sitio.

La noche anterior tosió demasiado. Sabía que algo estaba mal con ella pero no sabía que era. Llevaba más de año y medio tosiendo sin poder parar y ahora todo empezaba. Era como un resfriado que tuviese un año y medio esperando a arrancar y por fin se había dado la licencia de hacerlo. Ella maldijo que lo hiciera justo ahora que el estrés y la necesidad de seguir sin parar la estaban matando.

Olvidó su almuerzo. Lo dejó sobre la mesa del ¿comedor? ¿era eso lo que tenía o solo una mesa plegable de plástico? “Comedor” a falta de mejor término acordó consigo misma.  Estaba exhausta, exhausta de escuchar a la gente gritar y cuando eso sucedía ella se iba, viajaba en su mente lejos y desaparecía viendo un punto fijo en la pared, era como si pudiese ver a un pequeño punto y atravesar capas de pintura y cemento, de yeso y el aire, y alejarse, ir a un lugar no determinado pero donde nadie hablaba a gritos. Toda su vida había odiado a la gente que hablaba a gritos. Toda su familia hablaba así. Parloteo constante. Migraña garantizada.

Y así se iba, a la hora del almuerzo mientras todos parloteaban en la mesa del comedor de la oficina ella miraba la pintura beige y se imaginaba atravesándola capa por capa a nivel molecular y se alejaba, desaparecía.

Pero esa mañana no podía desaparecer, se sacudía suavemente en el interior del carro. “Ya le faltan amortiguadores”, pensó. Como muchas otras mañanas fingió ir dormida para evitar el silencio incómodo que poco a poco se apoderaba de sus mañanas de viaje al trabajo. Sin embargo el cansancio existía, es si era real.

Estaba exhausta. Esa es la palabra. Exhauuuusta. Así con una exhalación profunda. Estertónica, lenta. Anhelaba su cama sin preocupaciones. Anhelaba, sus calcetines calientitos y mullidos sobre sus pies cubiertos de talco. Pero sobre todo anhelaba andar por el mundo sin esa sensación de hartazgo por la vida que la acompañaba desde hace tiempo.

-          ¿Qué dijiste? Te juro que cuando hablas así no te entiendo nada, ya te lo he dicho, habla fuerte. – Le dijo él recriminando nuevamente su bajo tono de voz.

Pero ella en verdad estaba harta de hablar gritando. “Golpeado” dicen en el norte, pero son gritos nada más. Pero sobre todo estaba harta de “hablar fuerte” y que comoquiera, jamás la escucharan.
Como los tres días seguidos que en voz alta le dijo “Aquí está la chamarra de la niña, es un pants completo para ella. No lo guardo en el cajón, lo dejo aquí para que sepas y lo veas y se lo pongas cuando sea necesario. Trae esta chamarra para las mañanas frescas. AQUÍ te lo dejo”, dijo poniéndolo en la barandilla de la cuna.

Esta mañana, ya en el carro, a punto de arrancar tarde (¿acaso había otra forma de llegar a algún lado que no fuese “tarde”?)  para el trabajo, él le preguntó “¿No le trajiste una chamarra a la niña?” y ella recordó las tres veces que fuerte, en voz alta, claro y conciso le había dicho tomando la chamarra en sus manos y poniéndola en la barandilla para que él pudiera verla que ahí había una chamarra para la niña. Pero él no la escuchó.

Bajó del carro, abrió la puerta de la casa y fue por la chamarra, por la misma chamarra que tres veces en voz fuerte y clara le había dicho dónde estaba.

Hablar fuerte no servía de nada. No importaba cuánto gritaras. Esa era la realidad. Si gritas en medio del océano nadie te escucha, solo los peces sentirán tus vibraciones pero no sabrán qué hacer con esto.

Ella supuso que era por ese mismo motivo que nadie escuchaba el grito de las nubes mientras soltaban sus dedos aferrados a las cimas de las montañas, aterrorizadas, dolientes, anhelantes de hogar para quedarse. Su grito era estruendoso como el de quien se suelta para caer a un precipicio que jamás termina.

martes, 22 de octubre de 2019, 8:51 a.m.

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