lunes, 27 de enero de 2014

FELICIDAD EMBOTELLADA


6/09/07
El anuncio en el periódico lo decía claramente:

“SIN ENGAÑOS, SIN TRUCOS. FELICIDAD GARANTIZADA EN UNA BOTELLA.  LE ASEGURAMOS ESTO NO ES UN FRAUDE.”

La dirección bajo el anuncio llevaba a una remota colonia en donde una casa antigua se alzaba en medio de un gran solar muy descuidado. Ramas y flores crecían donde sea, sin embargo, el paisaje no resultaba muy alentador. Aun así, Franco se decidió a ir en búsqueda de eso que, a sus 30 años de edad, jamás había conocido.

Sumido en una vida de trabajo, había llegado a ser un hombre medianamente exitoso, con una posición económica si bien, no privilegiada, por lo menos lo suficientemente cómoda como para no angustiarse demasiado. Sin embargo, día a día su ansiedad crecía. Cada mañana junto a su cama, un vacío se iba haciendo más grande. La ausencia de alguien que le diera los buenos días lo acongojaba cada vez más y más. Las comidas y las cenas de negocios en restaurantes lujosos le sabían a polvo. Era como si la comida y la vida entera hubiesen perdido su sabor. Y de pronto lo entendió, ni todos los años de estudio, ni los años de trabajo con todos los beneficios de los que gozaría en su vejez le daban ESO que él necesitaba.

Sus mañana eran mas amargas, sus noches, insufribles. Ese anuncio casi escondido en el periódico le despertó curiosidad inmediata, y no sabia si por aburrimiento o por una secreta esperanza decidió ir en su búsqueda.

Frente a él se vislumbraba la oportunidad disfrazada de casucha, la esperanza escondida entre las flores silvestres del patio.

En el porche delantero, cubiertas de polvo, descansaban dos mecedoras con aspecto de no haberse utilizado en años. Las tablas del piso rechinaron bajo su peso y al tocar la puerta temió que esta cayera sobre él. Unos instantes después unos pasos quedos se escucharon del otro lado, lentos y pesados. Una voz apenas audible pregunto “¿Qué quería?”.

“Vengo por el anuncio, el del periódico”, contesto mirando de reojo hacia los lados.

La puerta se abrió, una anciana que apenas le llegaba al pecho lo miró recelosa tras la malla.

“Buenas tardes, vengo por el anuncio del periódico. El de felicidad embotellada”, dijo él tratando de llenar el vacío que había entre ellos. La anciana lo veía aun con más cautela. Finalmente preguntó:

“¿Cuantos años tienes, muchacho?”

“Treinta, señora. Recién cumplidos”, respondió.

Un sonido leve Salió de su boca, como un murmullo. “Eres demasiado joven”, replicó y cerro la puerta sin mas explicación.

El joven retrocedió un paso todavía sin terminar de entender lo que había sucedido.

Justo en ese instante, un carro se detuvo frente a la casa, una mujer joven bajo de él. Su traje blanco y pulcritud indicaban a todas luces que era una enfermera. Caminó hacia la puerta justo para toparse con el joven que caminaba en sentido contrario alejándose. Ella llamó a la puerta y esta se abrió. Sorprendido, Franco contempló como la chica entraba fácilmente y tras ella la puerta se cerraba. “¡No debe tener mas de 30 años!”, pensó molesto. “¿Por qué le dan a ella la felicidad que a mi me toca?”.

Curioso y molesto esperó a que ella saliera, cosa que sucedió unos minutos después.

“Disculpe”, dijo dándole alcance el camino apenas visible entre las ramas. “A usted le dieron un frasco de…”, las palabras se le atoraron en la garganta, “¿Felicidad?”.

La joven lo miro y después de evaluarlo por un instante respondió, “Si”.

“¿Por qué? Es decir, me permitiría preguntarle, ¿Cómo lo logró?”, dijo mirándola inquisitivamente.

“Simplemente la pedí y ella me la dio”, respondió ella con una media sonrisa en los labios. “Ni si quiera sé si funciona”.

Intrigado ante la poca fe de una mujer que como él había ido hasta ahí solo por el instinto de supervivencia que tienen los desamparados la contempló por un instante que pareció eterno y acto seguido metió su mano en el bolsillo. Ella reaccionó inmediatamente ante este hecho, “Si cree que le voy a vender mi frasco de felicidad esta usted muy equivocado”, dijo echando a andar aprisa hacia el carro.

“¡No, espere, por favor!”, dijo él dándole alcance una vez mas. Sin embargo, ella no se detuvo hasta estar dentro del coche. Con la mano en la ventanilla, él le extendió un pequeño papel. “Esta es mi tarjeta. ¿Podría pedirle un favor?”, ella lo miro intrigada. “Tengo una gran gran curiosidad por saber si esto de la felicidad en una botella funciona. ¿Podría usted llamarme para hacerme saber si en realidad funciona? Realmente desearía saberlo”.

Ella tomó la tarjeta de entre sus dedos, y sin decir palabra puso en marcha el auto y se alejó en la polvorienta tarde de verano.

Los días pasaron y él no recibió una sola noticia de ella ni de la eficacia de la felicidad embotellada. Pasaron casi dos meses, el verano se acercaba a su fin y una tarde, el teléfono sonó.

Aunque no reconoció la voz al principio, cuando escuchó las palabras “felicidad embotellada” su cuerpo salió inmediatamente de ese estado de languidez que había seguido a los días de contemplar el teléfono por horas esperando que sonara para decirle que algo tan glorioso como la fuente de la eterna juventud realmente existía.

“Y entonces, ¿funciona?”, preguntó temeroso.

“No”, respondió una voz seca del otro lado de la línea.

Sus esperanzas se esfumaron poco a poco. Era imposible. Todo este tiempo él había estado seguro que esa joven no lo había llamado porque estaba tan ocupada con su nueva y recién adquirida felicidad que se había olvidado de un pobre estúpido esperanzado como él.

“¿No?”, preguntó con asombro y tristeza a su interlocutora.

“Pues… hasta el momento, no”.

Una idea cruzó por su mente. Era algo atrevido pedirlo pero era su única esperanza de estar en posesión de tan anhelada sustancia.

“¿Me permitiría ver el frasco? Es decir, si es que aun le queda un poco, ¿podría darme algo de su felicidad?”

Esta pregunta salió de sus labios con tal audacia que se sorprendió de si mismo pero, quedó aun más sorprendido con la respuesta.

“Si lo desea, todo el resto del frasco es suyo”.
Caminaba apresuradamente por las calles húmedas. El verano había dejado entrar una tormenta que amenazaba la ciudad y llenaba todo de esa humedad pegajosa que trae consigo una lluvia ligera que solo hace que el calor aumente mas y el bochorno llene a todos a su alrededor de un sudor ligero y molesto. Se habían citado a las siete en un café del centro. Temía llegar tarde, temía perder la oportunidad.

La puerta de cristal se abrió tras empujarla y la luz del atardecer ya no era tan intensa desde adentro. El calor húmedo quedó afuera por un instante y dio paso a una fresca brisa y a una penumbra que hacia que vislumbrar a los clientes resultara difícil.

De repente la vio, al final de la barra, junto a la ventana opuesta. Llevaba un vestido verde y un pequeño sombrero. Se acerco a ella que se balanceaba nerviosa en el banco con sus manos sujetas a la base del mismo.

A la distancia él notó algo que no había visto antes; esa criatura era frágil y pálida. Se acercó lentamente y en el momento en que estuvo a su lado, ella volteó y lo miró. Se reflejó en sus ojos un instante y tras una tímida sonrisa él descubrió a la mujer más hermosa que había visto en su vida. Y se sentó en el banco de al lado.
Tras acordar dividir lo que restaba de “la felicidad” ya que a él no le resultaba justo que fuera solo para él, decidieron llamarse regularmente para seguir sus progresos e investigar su efectividad. Las llamadas que al principio fueron de simple monitoreo, poco a poco se fueron extendiendo y pasaron a ser parte de la rutina diaria de cada uno, hasta que un día la excusa de la felicidad en una botella ya no fue suficiente para sostener la conversación y así fue que él decidió invitarla a cenar.

Ella se mostró renuente pero finalmente aceptó. El otoño llegó y los encontró riendo en un café a media tarde; el invierno los provocó a caer uno en brazos del otro. Se acercaba la primavera y una tarde, después de la siesta que ella debía tomar rigurosamente cada día ambos se sentaron en las mecedoras que él había hecho instalar para ambos en el porche. Ella tomó su mano y él finalmente supo que era feliz, nada podía ser mejor que esto. “Funcionó”, le dijo.

“¿Qué?”, preguntó ella confundida.

“La felicidad en una botella. Funcionó. Soy el hombre más feliz en la tierra”, contestó mirándola a los ojos con intensidad.

Ella lo miraba en silencio.

“Solo deseo que jamás se nos acabe ese frasco”, dijo bromeado. La mirada de ella cambió inmediatamente y él supo que jamás debió haber pronunciado esas palabras.
De los ojos de ella se desprendieron enormes lágrimas que recorrieron su cara y cuello. “Jamás te preguntaste ¿Por qué a mi me dieron el frasco y a ti no?”, dijo ella con mayor compostura de la que él era capaz ahora al verla así.

El silencio de él se hizo eterno y solo fue roto por el sonido del roce de la tela y la manos mientras ella deslizaba fuera de uno de los bolsillos de su vestido un pequeño frasco vacío.

La sepultó justo al final del verano, en medio de una tormenta como aquella que lo había llevado a ella. En su lecho de muerte ella le confesó que jamás había sido tan feliz como esos meses a su lado, que ese año había valido una vida entera de dolor y sufrimiento atada a una enfermedad y que no se arrepentía de nada vivido a su lado. Que había entendido porque ese frasco de felicidad había sido dado a ella y que la mayor felicidad de todas era haber pasado con él sus últimos días de vida.

Ahora, frente al porche de la vieja casa en medio de la nada, tocó la puerta una vez más. La anciana abrió la puerta y lo vio con la misma cautela y recelo que la primera vez.

“¿Cuántos años tienes, hijo?”, preguntó la anciana.

“Treinta y uno”, respondió él entre sollozos.

“Eres demasiado joven”, respondió la mujer. Un instante después, abrió la puerta, “sin embargo, eres el hombre más infeliz del mundo”.

Alzando la mirada y tomando entre sus manos las manos de la anciana respondió sonriendo, “En eso se equivoca”. Dio media vuelta y salió a la tarde de verano con una sonrisa amarga en los labios.

Sobre las manos arrugadas de la anciana quedaba ahora vacío un pequeño frasco de cristal.

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